marzo 25, 2010

Fui gusano


Salí a caminar: aire, lo que necesitaba era aire. En esta ocasión no sólo la cabeza me lo pedía, tampoco el cuerpo lo exigía, es decir que este no se manifestaba con pequeñas convulsiones, golpeteos involuntarios a la nada. Era algo más de dónde provenía dicha necesidad. Aire, repito, mis deseos clamaban un poco de aire.

Pero, cuándo fue el momento en que me vi desprovisto de este vital elemento. No lo sé, de pronto me di cuenta que lo que respiraba no era precisamente oxigeno, entonces decidí salir y solucionar mi problema. Este cuarto es quizá muy pequeño, allá afuera las cosas serán mejores. Me dije.

Caminaba, pues, como todo humano lo hace, un pié y después el otro, siempre cayendo las plantas en tierra firme, un pié y después el otro, repetí esto, que a final de cuentas se llaman pasos, una eternidad de veces, o bueno, no exageremos quizá un poco menos que la eternidad, lo cierto fue que llegué al fin del mundo… lo supe porque me golpeé con el muro de la exosfera, eso me hizo recapitular el viaje que había emprendido, miré atrás y el mundo, era un lugar tan pequeño, y tan efímero… era como una maqueta lindamente decorada, pero a final de cuentas de cartón. Supuse que esa gente, la que habitaba en la maqueta, no sabía nada de eso, cómo podrían saberlo si eran tan pequeñitas, me dio lastima por ellas… yo, por el contrario, iba en busca de aire, y no del simple, sino de uno netamente puro, así que decidí continuar caminando, sin embargo al llevar a cabo mi decisión, me percaté que el mundo se había acabado, supe entonces que no encontraría jamás eso que calme mis deseos, vale, que yo también era tan persona como la demás gente, así mi corazón comenzó a secarse, no aguantó, creo, el impacto de la verdad. Cada segundo que transcurría el músculo se exprimía con mayor fuerza, noté como pasaba de ser un regocijante palpitador, a una especie de pasa seca que causaría risa a cualquiera que la mirase, claro, excepto a mí, puesto que yo ya no tenía la fuerza necesaria como para si quiera formular alguna leve sonrisa, mas de pronto una oleada grisácea nubló mi vista. Di el siguiente paso, pero ya no había tierra firme que pisar, al sentar mi andar hacia adelante, me fui desplomado al abismo. Disminuía junto a mi descenso, y al descenso el mundo también se desintegraba. Las montañas, y todo lo demás, caían como helados que se derriten ante el calor, todo era un líquido entre mezclado que estaba siendo absorbido por el resumidero de una bañera. Cuánta tristeza me invadió, ver las cosas terminar de esta forma, siendo tragadas por una coladera. Sólo quedé yo, que continuaba en picada. El mundo se quedaba inhabitado, el mismo mundo había sido devorado. Como yo continuaba cayendo mientras veía el espantoso espectáculo, no me dio tiempo en pensar en el golpe final que recibiría, me puse pues a llorar por esa, mi “vida”, que había sido consumida, los bosques, los ríos, los libros de historia, de filosofía, las religiones con sus iglesias, todo, absolutamente todo se había acabado. Adiós mundo, le grité, tenía que despedirme de él porque en conclusión fue un buen mundo, por supuesto que tenía defectos, pero quién no los tiene. Fue agradable haber estado allí, aún en los tiempos tristes… ¡ay, cómo lo quería! a pesar que fuera de cartón, y cuanto amaba a esa gente, sí, diminuta e ignorante, la amaba en demasía, y ese aire, no precisamente oxigeno, no era tan malo. Pero qué más daba, ya todo eso se había evaporado, y yo, mientras, caía y caía.

Entonces lo advertí, y por fin me hice la pregunta ¿quién era? No podría ser Argüello, puesto que la historia se había consumido, ya no existía dicho linaje, tampoco podría ser ese pedagogo, ya la educación no existía y ni siquiera había a quien educar, sólo estaba yo cuesta abajo, descendiendo. Y al ir cuestionando esto vi como mi nariz se desprendía del cuerpo y a la vez se volvía minúsculos granitos que seguían la misma dirección, lo mismo sucedió con el dedo, la mano y en sí con el cuerpo entero. ¿Quién era? Me seguía preguntando. No era padre, ni hijo, ni hermano, ni estudiante, amigo o compañero. Sabrá Dios cuánto estuve pensando y cayendo al mismo tiempo, pero ni llegaba a una respuesta ni llegaba al fondo. Porque debía haber un fondo. Todo debe tener un fin. Me dije. Sí, porque hay un principio. Y si hay un arriba, también hay un abajo. Me entretenía ahora con eso cuando de pronto llego algo sólido. Bien, pensé, ya todo ha concluido… en verdad existe el fin, pero oh sorpresa, comencé a trasminarme por los poros del nuevo suelo en que había caído, otro declive, un poco más grotesco que el anterior, y lo peor de todo: seguía reduciéndome. Otra eternidad fue la que estuve cayendo… y pensando. Debe haber un final – tenía la esperanza – y esa esperanza final, se presentó, era una luz inmensa, un fuego delicado. Parecía tan bella y una inercia, no sé si interior o exterior me atraía hacía allá, yo no podía hacer más que seguir y seguir, vale, pero había un problema, que aún no sabía quién era. Y mientras seguía me reducía, repito, entonces por fin lo entendí, al cruzar a la luz me desvanecería. La verdadera melancolía se presentó, estaba desapareciendo, quise dar vuelta y regresar, o más bien sólo pensé en hacerlo, no pude, no quise, el horror me invadía pero el deseo me movía, así que me mantuve firme… caía y caía, hasta que crucé y desaparecí, me confundí con la luz, Yo rodeado de dicha luz, ya no caía, simplemente flotaba; “todo era más grande, todo era más vivo”, y entre esa luz inmensa, entre esa delicada paz, por fin lo descubrí, serré los ojos y dije, sólo para confirmar: “Yo Soy Yo”.

Abrí los ojos. Ya no caminaba, así como caminan todos los humanos, me arrastraba, pues, como todo gusano rastrero. Mire a mi alrededor y todo, absolutamente todo seguía siendo tan efímero, tan vacuo. Pero ah, cómo quería ese mundo y cuánto amaba a las personas. Por fin respiré, este oxigeno y no otro más puro ¿por qué querría otros aires? Volví a serrar los ojos mientras mis pulmones se llenaban, Yo Soy Yo, repetí.

Desperté, aún estaba en el cuarto pequeño. Ya no deseaba, ni aire ni cosas mejores. Tampoco finales. Me vi en el espejo y estaba completo, mi nariz, mis dedos. También el mundo; su historia e instituciones. Sé quién Soy, me dije, y salí a caminar.

marzo 09, 2010

Triunfos sabor a derrota




Era una mañana tranquila, de esas que el ambiente desprende cierto aroma a tierra mojada, como si el día anterior el mundo se hubiera desgastado, pero ahora, es decir la mañana de la que hablo, descansara y viera aquello que logró con el esfuerzo anterior. Cualquiera podría describir el comienzo del día como bello, hermoso, así también cualquier idealista u optimista (y aquí en México existen muchos de ellos) prevería una agradable jornada. Lo que bien empieza, bien acaba.

Ese día empezó a las 4:00 a.m. para Juan, un pequeñuelo de siete años, su padre, de mismo nombre, le prometió llevarlo al juego de la pandilla, eso significaba que tenía que levantarse temprano, no tan temprano como lo hizo, pero es que cuando uno está tan ansioso por algo, no puede dormir bien, de hecho ni siquiera puede hacerlo mal, está en tensión del día de mañana, ya quiere que llegue, que el reloj quiebre las leyes del tiempo y avance a mayor velocidad, pero eso no pasa. Así que se duerme poco, pero contrario a lo que se pensara; que por el desvelo no se despertaría a la hora acordada, sucede todo lo contrario, o al menos esto le sucedió a nuestro pequeño Juan. Dos horas antes abrió los ojos el niño. En esas horas, ya con plena conciencia, el infante soñó con lo que sería el día de hoy, no con las obligaciones que tenía que hacer, sino con lo que disfrutaría de ellas. El niño ama el futbol, el niño ama a los rayados, su amor por ellos es tan grande, pero no tanto como lo es el amor de su padre, este Juan (el grande), se tatuó en el pecho el escudo de los rayados dentro de un corazón, y en la parte superior el nombre de “María”, esposa y madre de los Juanes, respectivamente claro. Pero continuemos con el inocente sueño del niño. Su padre, entraba de titular en el equipo amateur, en el de la colonia, anotaba dos goles y el Pancho, el padrino de Juanito, también metía un gol, ganaba la Florentina, así llamaron al equipo porque lo formó un tal Florentino ya hace mucho tiempo atrás, Florentino hoy ya es un anciano. Después, durante el camino al estadio del Tec, cantaba junto con Pancho y su padre cánticos dando loor al equipo regio, en realidad a Juanito le agradaba más ir él y su padre, pero no tenía nada en contra de su padrino, lo que sucede es que cuando estaban los tres, Juan el grande no le prestaba tanta atención al pequeño, y eso no le gustaba del todo al niño, pero a fin de cuentas la banda eran los tres, los dos Juanes y el pancho, y como le decía su padre: “a un amigo, jamás se le traiciona”. Bien, está era también la mentalidad de Juanito.

No contaré los detalles ilusorios de la fantástica mente del pequeño Juan; sobre las jugadas que se presentaron en el partido imaginario, me remitiré a decir que ganó el Monterrey, que fue un gran juego, y que antes de llegar a la casa, pasaron a un H-E-B y compraron carne, unas cuantas cervezas y muchas, muchas bolsas de papitas y fritos.

Ese fue el sueño del pequeño Juan, pero antes de eso sabía que tenía primero que ayudar a su madre a preparar lonches y a llenar la hielera de botes de agua, los cuales una noche anterior había metido al refrigerador. Para eso quedó con su madre a las 6 a.m., pero como les dije, ya paras las cuatro, Juanito tenía el ojo “pelón”.

Cuando el sueño o fantasía del niño fue interrumpida por la alarma, que por fin después de tanto esperar, se digno a llegar a la hora señalada por la madre, Juanito de un salto salió de la cama y se dirigió a la cocina, para su sorpresa, la cocina aún estaba deshabitada, María, como ya hemos dicho madre de Juanito, no se había despertado. El niño, con cierta desesperación, no notó la belleza de la mañana y eufórico decidió ir a la habitación de sus padres y reclamar a su madre la poca responsabilidad. No tocó la puerta y entró secamente con un grito: ¡mamá!, vociferó Juanito, dicho grito hubiera sido capaz de despertar a un elefante, pero quizá María tiene el sueño más pesado que cualquier elefante. El pequeño hizo esfuerzo extra hasta que, milagrosamente, logró levantar a la madre. Hicieron lo suyo, ella ponía mayonesa a los panes, por cada dos que María aderezaba, el niño colocaba a uno una rebanada de jamón y otra de queso amarillo, luego ella juntaba dos panes para así lograr un sándwich perfecto, hicieron dieciocho, uno para cada miembro de la “florentina”. La siguiente actividad no fue en equipo, el niño solo llenó la hielera… aunque sí obtuvo ayuda del padre para llevarla al carro.

A las 7: 30 a.m., ya estaban en el campo los tres: Juan el grande, María y el pequeño Juan, al igual que todos los miembros de la “florentina”, calentaron un poco.

Así como en el sueño del niño, “la florentina” ganó tres cero, Pancho efectivamente anotó uno de los goles, y aunque su padre no entró de titular ni metió goles, sí ingresó de cambió al minuto veinte del segundo tiempo, entró por su por propio compadre, ya que una llegada por atrás hizo que Pancho se lesionara y tuviera que abandonar el juego. A pesar de no ser lo soñado por Juanito, este se mostraba satisfecho, pero su alegría aumentó cuando Pancho decidió no acompañarlos al juego, “me duele mucho la pierna”, fue la excusa que dio.

Así, una situación emparejaba a la otra, solos los dos, padre e hijo cantándole a su equipo, apoyándolo, gritando los goles… conviviendo, la banda perfecta “los Juanes”, sin ningún Pancho.

En el primer gol de la pandilla los dos se abrazaron y besaron, en el segundo saltaron como locos, en el tercero el padre le prometió al hijo, si los rayados metían un cuarto gol, comprarle un gorro nuevo, de esos que parecen de bufón, y que hasta llegarían a comprar carne para celebrar la goleada… al minuto 46 del segundo tiempo cayó el gol que haría que se cumpliera lo dicho por el padre. Así lo hicieron. Al llegar a la casa, Juanito, nuevamente precipitado entró corriendo directo al cuarto de sus padres y lo abrió sin previo aviso. También en esta ocasión gritaba, pero ahora lo que decía era ¡ganamos, ganamos! Sin embargo toda su pasión se volvió confusión, atrás de él llegó Juan el grande, e igual que el niño, su felicidad se desplomó al ver a Pancho y a María, madre y esposa de los Juanes, respectivamente claro, desnudos en la cama. El niño sólo algo conmocionado quedó sin habla, el padre, en cambió, dijo un montón de cosas, las cuales no serán de su gusto querido lector, así que no se las diré. Tomó al niño y bruscamente se lo llevó, subieron al carro y vagaron por horas. Juanito veía tan triste a su padre, pero no entendía del todo, él, la “florentina” había ganado, los rayados habían ganado, y sin embargo su padre lloraba como si lo hubiera perdido todo.

Por fin pararon en un hotel, allí pasarían la noche. El cielo nocturno era tan inmenso, y estaba cargado de un aroma nostálgico, cualquiera podría describir el final del día como horrible o espantoso, sin embargo ninguno de los Juanes se percataba de ello, la banda de los Juanes estaba unida, pensaba el pequeño. El padre, sin embargo, aún lloraba, pero tenía cierto brillo en sus ojos, como si se preparara para una batalla sin descanso, como si se hubiera dado cuenta que después de aquél esfuerzo anterior no había logrado nada, pero no le importaba, porque lo que mal empieza… no acaba.

Esa noche empezó a las 11:59 p.m. para ambos Juanes.