abril 13, 2010

réquiem apologético



Yo creía que este tipo de asuntos se manejaban de manera informal, pero cuando me dieron tarjeta de presentación y tuve que reservar cita… me dio cierta sospecha. Aún así, creí que era algo personal, un dilema que se resuelve cara a cara.

Allí estaba, sentado en la sala de espera. No había nadie más que yo y la recepcionista, realmente era bella, tanto que por poco olvidé la razón por la que estaba allí. Pero soy fuerte en mis convicciones y no me doblegué, estaba tan decidido en tenerla que no me importó la minifalda roja que traía la dama atrás del escritorio. Las paredes eran totalmente blancas, así que el anuncio de letras negras resaltaba a más no poder, este decía: tome un número y espere su turno… por favor sólo siéntese y espere su turno, la última advertencia se remarcaba en negritas y entre comillas, así, obediente a las órdenes, tomé un papelito y me senté. El número era el treinta y seis. El contador estaba sobre el escritorio, y llamaba al quince… ya les dije que sólo estaba yo, quise, entonces, acercarme e interceder para que me atendieran a mí sin pasar por las veintiún personas que, obviamente, no se encontraban, sin embargo al avanzar, la sexi secretaria me miró con tono molesto e hizo una mueca señalando el anunció, regresó su vista fulminante hacía mí y negó la acción que yo estaba por realizar, supuse que los cuidados y el acatamiento a las reglas debería ser estricto, así pues regresé al asiento. Pasaron algunas horas y por fin aplastó un botón que cambió el marcador al número dieciséis… ya con esto se han de imaginar la eternidad que tuve que esperar para que por fin llegara mi turno. Y por qué tanta paciencia, tanto afán por ser atendido; pues quién no soportaría todos los tormentos del mundo con la condición de cumplir su mayor deseo (de hecho este era el eslogan de la tarjeta: Cumple tu mayor deseo), y qué me dicen si ese tormento consiste únicamente en quedarse sentado, sin decir palabras, tres o cuatro horas… créanme, vale la pena. Todo para poder tenerla, me refiero a la dulce Isabel, la mujer de piel morena y ojos negros que todos los domingos se sienta en la primera banca, en la orilla que da al pasillo central, de la misa de las siete de la tarde, celebración en la que yo contribuyo con el coro… toco el violín. Es en lo único que sirvo y la verdad no soy muy bueno, pero me esfuerzo en sacar las notas más puras y por fin ser notado por ella, por Isabel, sin embargo esto nunca sucede, ella fija su mirada al sacerdote, mientras yo revoloteo con el violín, soñando con morder sus senos, con poder poseerla. Soñando, sólo soñando, pero las cosas cambiarían, porque estaba allí y por fin la chica de la minifalda apretó el botón que permitía pasar al número treinta y seis.

Me puse de pié y caminé directo a la puerta al lado derecha de la recepcionista, esta me detuvo preguntándome que número tenía, yo un poco molesto, le contesté, entonces ella se paró y abrió la puerta, pase por favor, me dijo, yo me introduje a la habitación y ella me siguió, la oficina estaba sola. Tome asiento, dijo ella, sabemos bien porque está aquí, hay alguien a quien quiere poseer… pues bien, aquí podemos conseguir que ella se fije en usted ¿le parece?, la pregunta era más necia que yo, cómo podría negarme a tal propuesta. Pero soy observador en esta clase de asuntos, vale, qué una cosa es hacer que se fijen en ti y otra, lograr que ella te ame, antes de detallar la trampa que muy probablemente me ponían, ella se excusó explicándome, nada podían hacer acerca de sentimientos, no podían lograr que ella me amara, en lugar de eso, acrecentarían una cualidad mía a tal punto que ella se fascinara y quede hipnotizada… tampoco crea que ella se obsesionará con su virtud, se defendió, no crea que trabajamos así como lo muestran las películas, no cambiaremos nada de la personalidad de Isabel. Entonces me convenció, seguimos hablando, yo elegí a mi violín como virtud para ser exaltada, y ella me mostró la forma en que trabajan.

Uno de nuestros sirvientes se introducirá, en este caso, en su violín haciendo que la mujer en cuestión, es decir Isabel, se percate de usted (pues usted estará tocando el violín), nosotros tentaremos a ella para que lo vea como algo maravilloso y tenga la necesidad de usted, nuestro trabajo termina cuando logré llevarla a la cama, porque eso es lo que usted en verdad desea ¿o no?

No me sorprendió la última afirmación, pues ya antes que estuvimos hablando, me dio muestras que conocía bien mis pensamientos. No acepté, sin embargo, hasta saber cómo sería el pago, le pregunté por eso, ella sonrió un poco y después de suspirar se dignó a contestarme, la verdad es que pago, pago no hay, sólo es una especie de trueque. Una virtud por otra, pero la virtud que nosotros le tomaremos serán por quince años, será tomada al momento en que nuestro trabajo concluya, y será elegida por el sirviente que ayudó en su empresa. Qué cualidad podrían quitarme, les digo, no soy bueno para nada, así que acepté. Acepto, dije, y al momento aparecí en misa, con mi violín y ella, Isabel, en el asiento de siempre.

La música que logré interpretar era tan bella, parecía un hilo que se anudaba en sí, entretejiéndose para formar una bufanda, con los puntos tan cerrados que no cabría entre ellos un alma, y esta se extendía dirigiéndose a Isabel, y como boa atrapando a su presa, se enredaba en la musa de mis sueños, ni tan fuerte pero tampoco tan débil, lo suficiente para elevarla y llevarla a mí. Después, las barbas de la bufanda musical se transformaban en diminutas agujas, soltaban al botín que me habían traído, y con esos dientes afilados que les he dicho, desgarraron su ropa, indefensa, desnuda, pero sobre todo maravillada. Sus ojos la delataban, un cierto brillo, de miedo, suspenso y deseo inundaba su mirada. Dejé de tocar. Aparecimos en el cuarto de un hotel, no era lujoso, no era bello, pero tenía lo necesario, la arrojé a la cama, también me desvestí, aventé todo al suelo, la ropa cubrió el violín, pero cuando me encaramé al cuerpo de Isabel, el instrumento se había trepado y estaba muy cómodo sobre la ropa. No le di importancia a eso, tenía una mujer desnuda a quien debía atender, mordí su labio inferior, seguí con el cuello, sus senos y cuando iba por el ombligo, el violín comenzó a tocar, maldito violín, su canto era hermoso, Isabel se incorporó y me hizo a un lado, venga, nena, continuemos, le dije, pero ella insistió en que una música tan sublime debía tener espectadores, que primero termináramos de oír la interpretación del violín, ella lo miraba con ternura, yo mientras, lo despreciaba, no soporté más y le di una patada, hice que se callara, quedó abajo del buro, Isabel se molestó un poco, pero pronto la contenté, volví sobre ella y cuando estaba por penetrarla nuevamente apareció el violín, no interpretó algo, solo sonreía maliciosamente, lo ignoré, cómo podría ganarme un pedazo de madera, regresé a complacer a Isabel, pero mierda, mi pene estaba tan escuálido, parecía una garra húmeda, el violín río con mayor fuerza, mi bella dama se percató del estado de mi miembro y también soltó una breve mueca de simpatía. Me precipité a sus labios mientras le masajeaba los senos, pero mi antes viril pene no respondía, mierda, recurrí a la mano, pero el cabrón estaba completamente muerto. Isabel se río de lleno y el violín se carcajeó desenfrenadamente mientras tocaba unas fanfarrias. Bueno, me dijo Isabel, si quieres en otra ocasión lo volvemos a intentar, pero yo no la dejé, espera, espera, le dije, así que ella se sentó mientras yo seguía con la mano y el violín con sus fanfarrias burlescas. Isabel se desesperaba, entonces recordé el pago por hacer que ella se fijara en mí, voltee a ver el instrumento y este aseveró y siguió riendo con mayor fuerza.

Ella se empezó a vestir. Todo se combinó. Te crees mucho verdad, pendejo, le grité al violín y lo tomé, dijiste que no habría trampas, ella me miraba atónita y fue allí que perdí el control, la volví a arrojar sobre la cama, le abrí hasta no poder las piernas y le incrusté el brazo del violín, ella gritó con fuerza, yo, mientras, sacaba y metía el violín bruscamente, ella es mía, ella es mía… regrésame mi virilidad, ella, mientras tanto, seguía gritando, pero ya no de dolor, se complacía con ello. Dejé entonces de hacer semejante acto de brutalidad, pero el violín continuaba encima de ella, yo no hice nada más que ponerme mi ropa y contemplar la faena que el violín le daba a la bella Isabel. Supongo que era el mejor sexo que tenía la mujer de mis sueños, se elevaron hasta el techo y, por fin concluyó, de pronto cayeron ambos, el violín quedó roto, Isabel también, la pobre abatió de cara, aún podía ver su sonrisa de satisfacción en su rostro desfigurado, todo lleno de sangre.

Por eso les digo, yo no la maté, fue el violín, yo… yo soy inocente.

abril 07, 2010

Un cuento de niños.



La pequeña hormiga se despertó realmente desesperada, salió de su cama gritando a todo pulmón “el cielo se caerá, el cielo se caerá”. La comunidad, muy preocupada, inmediatamente la llevó con la Reyna hormiga para que expusiera esa loca teoría de la caída del cielo. Ya ante la reina, la pequeña muy nerviosa se movía de un lado a otro repitiendo las mismas palabras “el cielo se caerá, el cielo se caerá…”. No esperemos más, dijo la Reina, debemos prepararnos para esta tragedia, la peor de la que hemos sabido. Así entonces, mandó a las obreras construir un refugio, a las recolectoras traer toda clase de alimentos, y a las mensajeras avisar a todos sus amigos. La pequeña hormiga, aún con miedo, habló nuevamente con la Reyna, me parece perfecto las medidas que está tomando, su Majestad, sin embargo, no creo que todo eso sirva mucho… el cielo es muy pesado, sabe, yo creo que alguien debería ir hasta allá y colocarle una capa de nuestro mejor pegamento. Nuevamente la Reyna, que era muy sabia, mandó a la pequeña ir al cielo y fortalecerlo para que no se cayera; mandó a la pequeña porque todos los demás estaban ocupados, además que ella era la ideal, puesto que sabía más que nadie, de los asuntos celestiales.

Muy de temprano la hormiga salió del hormiguero, con una gorra, un bote de agua, algunas provisiones de alimento y cinco kilos del mejor pegamento del hormiguero. Camino al cielo, caminó al cielo… y después de algún momento, miró arriba y se dio cuenta que el cielo estaba muy, muy… demasiado arriba, subiré la piedra más grande del planeta, se dijo, pero cuando llegó, miro arriba y el cielo aún estaba muy, muy arriba. Subiré el árbol más grande, se dijo la hormiga, y cuando llegó a la corona del árbol, volteó arriba y se dio cuenta que el cielo aún estaba muy, muy lejos. Iré a la montaña más alta del mundo, pensó y emprendió el camino, la pobre se acabo toda la comida y agua que tenía, pero siguió caminando. Cuando se encontraba con alguien que le preguntaba a dónde se dirigía, no le prestaba atención, sólo decía voy a pegar el cielo, el cielo se está cayendo y seguía su camino, mientras aquel que le preguntó se quedaba muerto de la risa.

Después de mucho, mucho tiempo, llegó a la punta de la montaña… como escaló más allá de las nubes creyó haber llegado al cielo, pero cuando subió sus ojos… el cielo aún estaba muy, muy lejos.

Entonces supo de los cohetes y fue por uno. El cohete subió y subió, pero nunca llegaba, entonces, la hormiga algo triste miró por la ventanilla y… por fin se percato… el cielo, ya se había caído.

Regresó a su hormiguero, y la mayoría de las hormigas trabajaban como locas, las obreras construían y construían sin importar destruir las viviendas de otras hormigas, las recolectoras traían basura y la comían. Otras hormigas no trabajaban, simplemente no les importaba nada, ni la vida. Oigan, oigan, dijo la pequeña, ya el cielo se ha caído… nos ha aplastado, pero seguimos vivos, ahora hay que pegarlo aquí y vivir en el cielo, puesto que jamás lo podremos levantar. Pero nadie la escuchó y siguieron con lo suyo, mientras la pequeña comenzó a unir el cielo en el mundo.