Mi compañera es una luciérnaga que prende y apaga según le venga la gana, Yo la abrazo con locura porque no quiero que desfallezca, y la cubro bajo cristales y la protejo con la vida: “no te apagues bien amada, que me obligas a morir contigo, no te apagues radiante flama que me incitas a la penumbra”, así le grito Yo, con lenguaje desesperado, aquel que caracteriza a poetas y también a los desolados.
Mi compañera es una luciérnaga que prende y apaga. Prende de vez en cuando, con miradas obsoletas y cielos taciturnos. Luego, de pronto, se apaga sin dar explicaciones. Me entrego (¿qué otra cosa puedo hacer?) al viento, a la noche, a las torres altas, a las ventanas abiertas y a las puertas cerradas, a tu alma etérea… a no sé qué más; a la velocidad y a lo veloz, al correr y al corredor. No me detengo entonces, luciérnaga adorada, no hago caso a las flechas amenazantes de esa realidad muerta y congelada, corro dejando atrás los robles hasta perderme en un océano de sentimientos y hundirme en él, entonces tú, como eterna caprichosa, vuelves a encender tu y mi ánimo.
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